martes, 24 de marzo de 2009

El olor a Mar Chiquita.

Me acuerdo del olor a mar chiquita. Aún hoy con mis hermanos nos miramos cuando lo olemos en algún lugar y nos decimos: "Acá hay olor a mar chiquita”.

Ahí pasábamos los veranos con mis hermanos todos los años.

Un mes sin horarios en la tierra del nunca jamás, donde se podía andar en bici a cualquier hora, donde la abuela amasaba los fideos los domingos bien temprano, donde matar una paloma no estaba mal.

Cuando pescar era algo natural, como decir voy al kiosco ¿Qué hacemos? vamos a pescar, aunque sea con un palito y un pedazo de carne que sobro del asado. Pescábamos cangrejos horribles y babientos a los que mi hermana les tenía terror.

Ahí lo veíamos a mi abuelo concentrado agachado por horas mirando el motor de un deslizador, en el que después iríamos de pesca, o arreglando el jeep, en el que ir a cargar agua con un enorme tanque en los límites del pueblo era para nosotros una aventura.

En esa casa había un televisor Panoramic blanco y negro y de noche había más señal que en mar del plata y había una radio Noblex 7 mares en la que escuchábamos lenguajes extraños y nos maravillábamos pensando que alguien en Inglaterra ignoraba que hablaba también para nosotros.

La noche era un campo lleno de olores y ruidos a naturaleza y sapos por todo el pasto y en el medio del jardín un farol con una luz blanca que no iluminaba la inmensidad de la noche.

Sentarse por las noches en las reposeras de madera mientras adentro mi abuela prendía algunos espirales por los mosquitos, sentarse mirando para arriba era hermoso.

Noches de calor de febrero, mirando las estrellas que eran muchas más que en la ciudad, pero muchas más, miles, tantas que no las podíamos contar, buscábamos la más brillosa y pasaba alguna vez una estrella fugaz. Nos dijo alguien, después, que en la ciudad pasan también pero no las vemos, ahí sí las veíamos y pedíamos deseos.

De mañana bien temprano desayunábamos a veces mate cocido con leche otras café con leche, después tomábamos nuestras gomeras las bicis y a hacer puntería, por las tardes a la playa o a la laguna.

Hace un tiempo tomé el auto y volví a la tierra del nunca jamás, a la casa de mi abuelo en Mar chiquita, esa casa que ya no es de mi familia, porque se vendió hace unos 15 años.

Volví, tal vez, porque necesitaba ver lo que había visto de nene, porque necesitaba hablar con ese chico que fue el más feliz y libre del mundo en ese lugar donde no había escuela ni maestros, ni gente que molestara.

Fui de nuevo porque quería ver mi paraíso y sentarme y recordar a mis abuelos, a mis hermanos corriendo y chiquitos, a mis viejos cuando jugaban con nosotros como nenes.

Encontré todo muy parecido, físicamente parecido, pero no era ya mi paraíso.

Ahora sé que ese lugar ya no existe, solo queda en mi recuerdo en el de mis hermanos y en los que lo vivimos.

Aún así, sé que hay algo que me seguirá ocurriendo toda la vida.

Iré caminando por ahí y en algún lugar azaroso me detendré porque vendrá a mí un olor a la niñez, un aroma a la felicidad, el olor a Mar chiquita.

domingo, 1 de marzo de 2009

Recomenzar

Tengo un alto
en la mente
y estos tiempos
se me hacen insufribles
por momentos.

Tengo un pasado
con nieblas
de recuerdos
casi ajenos.

Tengo un futuro
como planes
de mentiras inventadas
para hacer más apacible
el presente.

Tengo un verde
un carmín en los pomos
y en la tela
una indecisión.

Tengo
en la mente mil formas
como figuras difusas
que imagino manchar
y no me atrevo.

Tengo escritos
unos tonos
y seis cuerdas
que rasgar

Tengo
un poema vergonzante
que corregiré mil veces
y archivaré
en el olvido

Tengo
que resignarme hoy
y mañana
recomenzar